Fueron muchas las ocasiones en las que Valladolid acogió a la Corte a lo largo del siglo XVI, convirtiéndose entonces en un escenario cortesano, alterando su fisonomía para servir de marco a un gran número de celebraciones, tanto festivas como luctuosas. Así, la ciudad se engalanaba para dar la bienvenida a los monarcas, celebraba el nacimiento de sus herederos o lloraba las muertes de los soberanos. Con cada nueva visita, la población recibía a los reyes y sus familias, se celebraban solemnes entradas, y se transformaba el recorrido urbano entre la Puerta del Campo y el palacio del soberano convirtiéndose en una auténtica vía procesional, habitualmente jalonada de arcos triunfales. No hubo visita en la que no se honrara a los reales huéspedes con justas, juegos de cañas y corridas de toros. Especialmente para las primeras sirvió de escenario la Plaza de San Pablo entre otros lugares, que cambiaban mediante complejas escenografías que remitían al mundo de las novelas de caballería, y eran además una magnífica ocasión para que la nobleza mostrase sus artes caballerescas y luciera sus mejores atuendos. Asimismo, Valladolid acogió la celebración de numerosos funerales de miembros de la familia real y otros personajes ligados a la Corona. Se utilizaron entonces los templos de la ciudad, así San Pablo o San Benito, como espacio en el que desplegar túmulos funerarios en su honor, algunos realmente significativos como el erigido en 1558 para honrar la memoria del emperador Carlos. Y entre la alegría de la llegada y la tristeza del fallecimiento, numerosas celebraciones festivas tuvieron lugar, destinadas siempre a escenificar los complejos juegos del poder. En estas ocasiones el papel del arte iba más allá de la mera ornamentación: se empleaba como recurso indispensable de un entramado que convertía la ciudad en un escaparate para las élites y sus relaciones. Junto a arquitecturas efímeras, cargadas de elementos simbólicos y alegorías, y piezas como los tapices, los participantes aparecían ataviados con sus mejores galas, en una manifestación externa del lujo y el poder.
El presente estudio se ocupa de estos hechos, teniendo como límites cronológicos la primera visita a Valladolid de los entonces archiduques Felipe y Juana en 1502, hasta el regreso de Felipe II de sus dominios europeos en 1559, antes de trasladar la Corte a Toledo y posteriormente a Madrid, donde fijó la capital del reino. Durante estos cincuenta y siete años Valladolid fue el epicentro de la vida cortesana, en ocasiones durante largos períodos de tiempo, en un momento en que la itinerancia marca la vida de la Corte. Una vida jalonada de episodios festivos de gran importancia personal para los protagonistas pero también de un gran calado para el reino. Así, a lo largo de los cuatro capítulos en que se estructura este trabajo, se repasan acontecimientos como las visitas de Felipe y Juana en 1502 y 1506, la llegada de Carlos V y su posterior proclamación como monarca en 1518, el nacimiento de Felipe II en 1527, o la celebración de los diversos funerales que convirtieron 1558 en un annus horribilis para los Habsburgo, concluyendo con la celebración de dos autos de fe en 1559, últimas celebraciones cortesanas de importancia antes de la partida de la Corte y el posterior ocaso de la ciudad, ya solo visitada esporádicamente por los monarcas antes de vivir un último momento de esplendor en el siglo XVII, durante el lus- tro en el que Felipe III la convirtió en capital del reino, episodios estos últimos que escapan al objeto de este trabajo.
Fiesta y Poder. La Corte en Valladolid (1502-1559), ha sido editado por el Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Valladolid.